20/9/08

Viaje con el sol


Acompañamos al sol durante todo el día. Aún no había salido y nuestros pasos le indicarían el camino entre olivos bajos y chopos a lo largo del río. Mi padre serio, preocupado y decidido como nunca, abría la marcha con el mulo negro que había en casa desde que yo recuerdo. Mi madre, enferma desde hacía años, sostenía las riendas del carro que nos habían dejado mis abuelos que estaban en mejor posición que nosotros. El inicio de la marcha fue el final de la conversación del escaso desayuno. Mi padre nos contó algo sobre las fiebres de mi madre y el esfuerzo que para todos suponía hacer aquel viaje. En un principio nuestras sombras nos precedían; durante casi todo el día fueron aplastándonos ayudadas por el bochornoso sol, y al poco de comenzar a molestarnos y hacernos inclinar aún más nuestras cabezas, llegamos a la aldea. Mi madre tenía la cara triste y resignada. En el fondo creo que pensaba que sus males no tenían solución.

Paco, que así se llamaba mi padre, había hablado con el amo. Le devolvió la casa que nos vendió en ruinas cuando llegamos a estas tierras y que ahora parecía la del capataz. Le aseguró que, con mi madre sana, en la próxima cosecha redoblaríamos esfuerzos y sería para él la mejor en mucho tiempo. Además le pidió prestados unos reales para el viaje.

Todo esto lo comentábamos mis dos hermanas y yo en el carro mientras la mula torda parecía pillar todos los baches del camino. Ellas tapadas hasta el cuello y con un pañuelo en la cabeza y yo con chaqueta de pana, gorra. La llegada a la aldea suponía el fin del traqueteo de todo el día, y comenzaba por fin la actividad de mis dobladas piernas.

Mi padre mandó parar a Riela y me miró. Salté despacio del carro y cogí el ramal de la mula, siguiéndole en la entrada a la aldea. La sombra del mulo de mi padre, me ocultaba el sol que se disponía a descansar como nosotros. Una bajada suave que partía del camino nos llevó hasta un riachuelo maloliente que conducía hasta el centro de la plaza. Allí había un abrevadero y paramos para que las bestias bebieran.

-Paco “El Seco”- oí decir en voz baja a algunos hombres que se paraban con sus animales a beber. Venían hasta donde estaba mi padre, se estrechaban seriamente la mano, y con un movimiento de cejas hacia arriba, seguían su camino. Todos parecían conocer la enfermedad de mi madre, y la miraban con compasión. Mi padre agradecía con una leve inclinación de cabeza. Seguimos bajando aún un trecho más hasta las cuadras. Mí padre se bajó, habló con el dueño y convino un precio. Mis hermanas y yo dormiríamos en el carro desenganchado.

Mi padre y otro hombre, ayudaron a mi madre a bajar del carro. Los tres se dirigieron a la casa a esperar su turno. ¡Por fin ha venido Paco “El Seco”! comentaban desconocidos en distintos corrillos. -A ver si el Santón puede hacer aún algo por ella- comentaban con desesperanza. Después me dormí.